lunes, 17 de octubre de 2011

Corazón helado


Thelas Bar'el Capítulo 2

Thelas Bar'el
Corazón helado

Suplicaban clemencia. Nosotros les respondíamos como mejor sabíamos. Como Arthas quería que contestáramos. Con violencia. Los matábamos mientras dormían, en sus casas; en sus bosques, mientras rezaban en la catedral. Agonía de Escarcha se alimentaba de esas muertes y el Rey Exánime se reía de la situación desde el bastión Acherus, sobre nuestras cabezas.

No nos preguntábamos porqué lo hacíamos, sencillamente lo hacíamos porque él lo ordenaba. Sus deseos eran órdenes para nosotros. No teníamos voluntad, ni deseos, ni ambición. Éramos meros títeres en sus manos. Sólo unos juguetes nuevos que Arthas Menethil probaba con la ambición de un niño. Poco a poco, y sin remedio, Villarefugio se convertía en un pueblo fantasma. Sus calles se plagaban de cadáveres sembrados por doquier. Pero nuestra sed de sangre no tenía límites. No nos parábamos a pensar a quién matábamos, mujeres, niños, indefensos ancianos en el ocaso de sus vidas. Nada de eso importaba.

Mi espada me impulsaba una y otra vez a segar otra vida, sin compasión, sin piedad.

Obsequiamos a nuestro enemigos con una derrota humillante frente a sus propias costas. Unos cuantos de nosotros nos escondimos en los carros de minerales y nos dejaron en sus barcos. Una vez allí, nos apoderamos de los cañones. Sus tropas formaban en la línea de la costa. Comenzamos a disparar. Las explosiones se confundían con los gritos y súplicas de los moribundos. La arena tornó roja, mezclada con la sangre. Los miembros esparcidos por la playa daban un aire dantesco que, a cualquier persona o ser con un mínimo de escrúpulos le hubiera resultado doloroso o incluso desolador. Pero nosotros no teníamos escrúpulos ni remordimientos.

La risa grotesca de mi rey, amo, y señor; resonaba en mi cabeza con la fuerza de un trueno. Mis hermanos observaban el resultado de la masacre, la indiferencia más absoluta pintada en sus rostros.

¿En qué te has convertido, Thelass? - me preguntaba mi cerebro una y otra vez. Pero esa voz, que no era realmente la mía, era rápidamente acallada con la de Arthas. Me impulsaba... Nos impulsaba a continuar su obra. Villarefugio no tardó en caer bajo el guante de acero de Arthas.

Los campos, anteriormente adornados con los dorados matices del maiz ahora no eran más que tierra negra, yerma y muerta. Las casas eran un amasijo de madera quemada. Aquí y allá los cadáveres de los aldeanos, campesinos y soldados se esparcían y pudrían, diseminando su hedor dulzón por doquier. Cualquiera se tendría que tapar la nariz para evitarlo o la boca para no vomitar. Pero no nosotros.

Nosotros éramos Caballeros de la Muerte, miembros del ejército de Arthas, El Rey Exánime, el enemigo de todo Azeroth. Renacidos en el Bastión Acherus por medio de la magia oscura proveniente de Agonía de Escarcha, condenados a una existencia imperecedera. Muchos éramos héroes que habíamos dado nuestra vida por nuestra patria, defendiéndola de la plaga que había asolado los Reinos del Este. Ahora éramos miembros de aquello contra lo que habíamos luchado hasta la mismísima muerte.

El asalto a Villarefugio no cesaba, sin tregua, sin prisioneros. Así es como lo hacíamos. Era la única manera que conocíamos. Nos ocultábamos en una taberna de Nuevo Avalon. Un buen dia me enviaron a La capilla de La Llama Carmesí, allí en una casa prisión debía asesinar a una elfa de sangre llamada Lady Eonys. Entré en la casa y la localicé enseguida de rodillas, me planté ante ella y saqué mi mandoble.

– ¿Has venido a acabar el trabajo? - Alzó la vista y me miró. Sus ojos se abrieron de par en par, observándome atónita, como si hubiera visto un fantasma. - ¿Lord Thelass? Lord Thelass sois vos... reconocería ese rostro en cualquier parte. ¿Qué …? ¿Que le han hecho mi lord? Piense, Lord Thelass. Recuerde los pasillos majestuosos de la ciudad de Lunargenta, donde nació. Recuerde el esplendor de la vida, hermano. Usted fue un campeón de los Quel'dorei una vez. Este no es vos. Escúcheme, mi lord. Debe luchar contra el control del Rey Exánime. Es un monstruo que quiere ver este mundo en la ruina. ¡No deje que le utilice para lograr sus objetivos! Una vez fue un héroe y puede volver a serlo. ¡Luche, maldita sea! ¡Luche contra su control!
– ¿Qué está pasando ahí dentro? - rugió el Caballero Comandante Puño de Peste - ¿Por qué tardas tanto, Rakkyatt?
– No me queda más tiempo. Estoy acabada. Acaba conmigo, Lord Thelass. Hágalo o nos matarán a ambos. Recuerde Lunargenta. ¡Este mundo es digno de ser salvado!

A medida que la elfa hablaba, mi mente se abrió a la realidad, a mis recuerdos. De pronto, vi con toda claridad la ciudad de Lunargenta. Sus altas torres, como garras que intentaran arañar el firmamento sus rojos y dorados, sus altas efigies de héroes y heroínas Quel'Dorei. Recordé a mis padres, cómo de niño soñaba con ser un héroe. Y, recordé a Kandel y Drusïlïa, a los que no vería jamás crecer. Y a mi esposa. Que ahora estaría buscándome desesperadamente si es que la conocía bien. Habría removido desiertos mares y montañas buscándome, sin descanso, sin tregua. Recordé a mis amigos y hermanos paladines. Recordé mi instrucción en la luz, y como juré defenderla hasta la muerte, tal y como hice. Y recordé a Eonys. Era una de esos cientos de paladines de mi promoción. Una de las que se licenció conmigo. Recordé que siempre sonreía y me apené de verla tan triste, allí, esperando la muerte.

Por primera vez en mucho tiempo, mi mano flaqueó. No fui capaz de ejecutar a Eonys tal y como había hecho con todos los campesinos y soldados de Villarefugio y Nuevo Avalón a los que ya había asesinado cruelmente. El porqué aún es algo que me atormenta hoy en día. ¿Era porque Eonys era una elfa de sangre igual que yo? ¿Acaso me había vuelto también un racista? Esta pregunta se repetía en mi cabeza una y otra vez. Pero, como ya he mencionado antes, yo, no era el propietario de mis pensamientos. Éstos, como todo en mí, pertenecían al Rey Exánime.

Un chillido agudo sonó en mi cabeza. La llamada de una Valkyr, insistente, instándome a acabar el trabajo. Volví la cabeza a un lado y bajé la espada con fuerza.. Sentí su sangre salpicando mi rostro. No tuve fuerzas para ver el mal que había causado. Me giré sin mirar y salí al exterior. Un humo plagado de ceniza inundó mis pulmones y los recuerdos volvieron a desaparecer. Volví a ser un Caballero de la muerte. Un siervo de el Rey Exánime. Sin recuerdos ni sentimientos que abotargaran mi alma.

Así fue pasando el tiempo hasta llegar a aquel día fatídico en que volví a ser yo mismo. Hicimos retroceder poco a poco a la Cruzada Argenta y a la hermandad de la Mano de Plata hasta tenerlos acorralados en la Capilla de La Esperanza de la Luz. Nuestras fuerzas sumaban los 10000 miembros, ellos eran unos 300. Iba a ser una auténtica masacre. Nos adentramos a caballo en los campos de la Capilla y luchamos con tesón. Yo iba dando buena cuenta de todo aquel que se me ponía por delante. Poseído por un deseo de acabar con aquellos enemigos de mi amo y señor, de mi rey. Entonces noté una punzada en la espalda, no lo suficientemente fuerte para matarme ni para dejarme una marca permanente. Era una sacerdote la que me atacaba. Llevaba la cabeza cubierta por una capucha y no se le veía el rostro. Avancé hacia ella espada en ristre mientras conjuraba otra oración para atacarme de nuevo. Hundí la espada en su vientre sin más ceremonia y me giré hacia el campo de batalla. Una mano me agarró del pie. Me giré, dispuesto a acabar con la vida de la moribunda sacerdote de un solo golpe. No por compasión, no, por quitarme una molestia. Como quien mata un insecto repelente que no deja de revolotear a su alrededor. La capucha que llevaba se le había caído de la cabeza y se le veía el rostro. La espada se me cayó del brazo inerte y golpeó el suelo con estrépito. Mis piernas no pudieron soportar el peso de mi cuerpo y caí de rodillas junto a la sacerdote moribunda.

– Te.. encontré – dijo acariciándome el rostro con una mano ensangrentada.

La abracé y noté como la vida se iba de ella en mis brazos. Todos los recuerdos que habían desaparecido de mi mente volvieron de golpe para asestarme una puñalada a traición.

– No... -murmuró la voz que salía de mi – tú no...

Aquel rostro me miraba, sonriente, en paz. Sus ojos se fueron apagando a medida que la vida se escapaba de ella.

– Siempre te querré – me dijo antes de espirar.

Mi rugido de rabia, dolor y desesperación partió el cielo en dos. La abracé contra mi pecho fuertemente como si fuera a desvanecerse, como si pensara que pudiera deshacer lo que había hecho. Como si pudiera devolverle la vida. Y es que allí, entre mis brazos, descansaba el cadáver de mi amada esposa... Ärthäks.

CONTINUARÁ...

1 comentario:

  1. Este capítulo se lo dedico a Elvis (1996-2011). Buen perro, gran amigo, nunca te olvidaremos. El autor

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