viernes, 9 de septiembre de 2011

Madurez


Kandel Bar'el Capítulo 2


Kandel Bar'el
Madurez

Nuestra vida en la nueva Lunargenta no era nada comparada a aquella que tuvimos cuando mi padre vivía. Aquello si era vida. lujos, joyas, comida hecha por los mejores cocineros elfos que había. Pero, de la noche a la mañana, nos convertimos en mendigos prácticamente. Nuestro anterior estatus social había desaparecido... como si nunca hubiera estado ahí. ¿Dónde quedaban ahora nuestros exquisitos modales? ¿De qué nos iban a servir todas las formas de cortesía que aprendimos con tanta insistencia por parte de nuestros instructores? Toda nuestra sociedad había cambiado por culpa de la plaga.
Fuimos traicionados por la alianza, abandonados como vulgar basura que dejas a un lado del camino para que no moleste al paso de nadie. ¿Por qué? ¿Porqué nos hicieron esto? ¿Es que acaso era cierto eso que decían los ancianos Quel'dorei? Aquellas preguntas, a tan temprana edad, atormentaban mi mente. No podía dejar de cuestionarlo una y otra vez.
El caso, es que ahora pertenecíamos a la Horda. ¿En qué cambiaba eso nuestra posición? En nada. Ahora no éramos conocidos como Quel'dorei, o Altos Elfos. Ahora éramos Sin'dorei, elfos de sangre. Dependíamos de la magia arcana para sobrevivir gracias a Kael'thas. Los cristales de magia corrupta que se sembraron por todo nuestro territorio eran nuestro sustento y nuestra maldición.
Los más débiles sucumbieron al hambre antes de que esto sucediera. Los llamaron desdichados y los echaron de la ciudad, sitiándoles como a animales. Ausentes de todo tipo de liderazgo, se dispersaban por toda la región de Lunargenta sembrando el pánico y el desconcierto allí donde iban.
Pero eso no eran asuntos urgentes. Nosotros vivíamos en un sótano alquilado bajo la sastrería de Lunargenta. Mi madre trabajaba como instructora de sacerdotes para ganar algún dinero. Hasta el día que desapareció. Nadie sabía a donde había ido. Drusi y yo nos quedamos huérfanos de la noche a la mañana. Solos en un mundo que nos despreciaba. En un mundo cambiante e insensible que no se apiadaría de dos pequeños sin ningún tipo de tutela.
Sin que mi hermana se enterara, y dada nuestra situación, decidí a hacer algo. Hice un petate con algo de ropa y, mientras ella dormía salí de la ciudad, sin rumbo fijo. Ella era mucho más inteligente que yo, saldría adelante, pensé... Jamás me perdonó aquello. No me despedí... ¡Cuánto hubiera dado por decirla que estaría bien! Por decirla que no se preocupara, que saldríamos adelante.
Caminé, caminé, y caminé. Perdí el rumbo varias veces. Pedía ayuda y dinero a la gente que se cruzaba en mi camino. Ellos me rehuían, como si tuviera la marca de la plaga en mi piel. No sé como, pero tras mucho caminar, llegué a Durotar. El desierto fue mi perdición. El sol calcinaba mis huesos y mis ánimos, el polvo inundaba mis pulmones. Y de pronto, no sé si fue el calor o el cansancio, perdí el conocimiento.
Cuando desperté me encontraba dentro de una tienda de campaña. Olía a perro muerto en el interior. Aunque, como comprobé más tarde, era algo normal. La tienda estaba hecha con piel de lobo. La familia Gargan, Unos orcos de tez verdosa me acogieron entre ellos. Les dije que era un niño perdido, un huérfano de guerra. Toda su tribu les recomendó que me abandonaran en el orfanato de Orgrimmar. Pero Fazha, no era así. Ella y su hijo, Urrk, me acogieron como a uno más.
Una noche, mientras estábamos acampados, apareció un mago en el campamento. Se llamaba Asilostran. Era un humano con un poder inconmensurable. Él me habló. Me dijo que había captado un enorme potencial en mí. Que quería explotarlo. A Urrk no le daba buena espina. No paraba de decirme que uno, no podía fiarse de los humanos. Que cuando te descuidabas te metían la puñalada por la espalda. Y si no, que preguntara al rey Terenas Menethil. Yo, como era costumbre en mí (y así sigue siendo en la actualidad) no le hice el menor caso. Partí con Asilostran, dispuesto a aprender los misterios de la magia, y Urrk partió conmigo. Fazha se despidió de nosotros cuando los miembros del poblado nómada se alejaban. Ellos rumbo norte, nosotros, al sur.
Junto a Asilostran aprendí bastante sobre la magia. Pero tanto a mí como a Urrk nos enseñó algo más que eso. Nos enseñó como era el mundo. Lo que nuestros padres y amigos nos habían ocultado para proteger nuestra inocencia. Yo recordaba aquello en Lunargenta, la muerte, las súplicas de ayuda en el campo de batalla. Y recuerdos vívidos acudieron a mi mente, como un rayo en medio de la tormenta. Cada noche veía (y veo) a mi padre pidiéndome ayuda. Cuando llega el día, me levantaba sonreía y fingía estar bien.
El poder del fuego era mi sustento, aquel fuego con el que comenzó mi éxodo era el fuego que me había hecho renacer, ese era el fuego que alimentaba mi ira, mis esperanzas, mis sueños. Sería tan grande como papá. Sería un digno hijo de Thelass Bar'el, por su memoria, por él.
Urrk por su parte, empezó a interesarse por la lucha cuerpo a cuerpo. Cada mañana se metía en el bosque y venía con un enorme tronco que ponía en medio del campamento. Con sangre de animales y tinte que extraía de las plantas, les dibujaba la cara y los hacía sonreír. Los retaba como si fueran enemigos reales y, después les daba de golpes con sus armas hasta que ya no eran más que astillas.
Los años pasaron a la velocidad del viento. Asilostran murió junto a Mulgore. Sus años de vida escaseaban ya cuando lo conocimos y murió tras enseñarme la lección más importante que puede aprender un mago. Nunca utilices tus poderes si no es estrictamente necesario. Urrk, que aprendió a apreciar al viejo mago, y yo mismo, hicimos una pira y colocamos a Asilostran en la cúspide. El humo se vio hasta en la parte más alta de Cima del Trueno.
Aquella noche, el suelo tembló, se resquebrajó, y Alamuerte salió de sus entrañas para sembrar el caos.
Urrk y yo partimos hacia el norte, hacia el último lugar donde, veinte años antes, habíamos visto partir a Fazha y al resto de la tribu de Urrk. Jamás dimos con ellos. Pero, al llegar a Orgrimmar, encontré algo que no me esperaba y que, al mismo tiempo, deseaba encontrar. Drusi, mi hermana, no había perdido el tiempo, era una Gran sacerdotisa, la conocían como Drusïlïa del Anochecer. Ella me vio y me miró a los ojos y no me reconoció. Avancé, la abracé y le dije quién era, cuánto la había añorado. Y ella me dijo que su hermano estaba muerto, que no sabía cómo había conseguido aquella información, y que era una broma de muy mal gusto.
No fue hasta que le conté mis andanzas y la recordé el día en que me marché que ella me miró y me reconoció. Su reacción fue gélida, como el hielo. No me abrazó, no me miró a los ojos, solo se dio la vuelta y me dio la bienvenida a Orgrimmar. Me dijo que mis padres habían vuelto. Que se habían convertido en Caballeros de la Muerte. Me uní a su orden, Blood and Thunder era mi nueva familia.
Aún hoy me oculto bajo mi máscara. Kandel nunca se preocupa. Kandel nunca tiene ningún problema. Kandel siempre es feliz... dentro de su burbuja... ¿Quién escribirá ahora mi historia?

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